Chingue a su madre el que se ofenda.

07 marzo 2006

RELATO CORTO -- HIJAS DE DIOS

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La noche cayo y a la par de la oscuridad, la orden y el cerrojo.

Dentro de un edificio rustico, de algunas décadas de manufactura, se encontraba el dormitorio general, los ventanales dejaban pasar un poco de luz, luz natural, de luna, ya que la luz pública era apagada a las ocho de la noche.

El edificio central, la Galera como le conocían todos, albergaba los dormitorios, ubicados en dos largas filas de veinticinco camas cada una, un pequeño catre, una sabana vieja pero limpia y una almohada para cada quien.

Las almohadas podían variar de calidad y textura, las reclusas mas afortunadas, es decir, quienes contaban con familia de recursos económicos respetables contaban con las mejores almohadas. Mi ilusión fue tener una de esas que se veían lo suficientemente suaves como para dormir sin sobresaltos o indicios de tortícolis.

Las bacinicas eran muy cotizadas, al igual que las almohadas, respondían a un propietario y eran escasas; antes de dormir, había que vaciar la vejiga para eliminar residuos, durante la noche no había posibilidad de salir al baño.

La Galera solo era iluminada por una luz en el centro, por lo que las camas situadas a las orillas de la misma, permanecían oscuras y con sensación fúnebre.

Las mañanas iniciaban a las cinco de la mañana, con caras exangües que denostaban desnutrición, pereza y en algunas, cierto odio.

Los baños eran una bazofia, demasiado viejos y oxidados para lucir limpios a pesar de las labores en cuadrillas que llevábamos a cabo para su conservación, nunca se eliminaba la suciedad, el sarro ni el olor. La sosa nos afectaba más a nosotras que al maldito azulejo.

Mis amigas eran solo dos chicas, una de doce años llamada Leonor y otra de veinte, llamada la Golfa. Su nombre era Inés. Inés a sus veinte años, nos buscaba por una simple razón: No la habían dejado salir porque su familia se olvido de ella y no tenia a donde ir, así entonces, ella maduraba y seguramente envejecía ya, dentro de ese lugar.

El Convento de las Madres Samaritanas, ubicado en la carretera Veracruz - México, a la altura del municipio de Banderilla, Veracruz, era el lugar donde sin digerir a ciencia cierta el por que, permanecíamos encerradas.

Un convento, si, con monjas y Madre Superiora. Unas hijas de puta en toda la extensión de la palabra.

Un día por la mañana, era un lunes, lo recuerdo bien, nos dividieron en cuadrillas y como yo, Dana, de 13 años, me caracterizaba una educación secundaria obtenida fuera del convento y hasta cierto punto buen comportamiento, se me comisiono a las labores de cocina. La cocina era enorme, con muchos calderos metálicos y con los almacenes de despensa que obtenían las madres, de limosna, de los mercados de la ciudad de Xalapa y alrededores. Nuestra dieta consistía en sopas o caldos con verduras.

Las verduras, siendo regaladas por verduleros de los mercados municipales, eran poco menos que basura, toda podrida, toda inservible. Los pedazos de hueso, eran las mas desagradables partes de los animales, en la mayoría de los casos, huesos sin carne que eran cocidos junto a las verduras y firmaban un caldo apenas comestible; con el tiempo me acostumbre, pero preparar la comida era muy, muy deprimente.

En aquella temporada en la que mis actividades eran en la cocina, conocí mas a fondo a Inés, la Golfa, fue ella la única que se intereso en mi cuando menstrué por primera vez, fue horrible. Esa ocasión, mi primera menstruación comenzó una tarde en la que estábamos cocinando las porquerías que nos daban de comer, cuando comencé a decirle a Inés que entráramos a la puerta al final del corredor.

- ¿Cómo crees? – replicó- Nos vamos al infierno si entramos, inmediatamente nos vamos a arder en llamas Dana, yo no voy.

- Vamos, no pasara nada, es que tengo muchas ganas de probar lo que sobro de la comida de las monjas.

Nosotros preparábamos también la comida de las mujeres que nos mantenían allí, ellas comían pollo y carne en perfecto estado, seguramente de las limosnas recibidas los domingos en la capilla se compraban lo que les antojaba, con la justificación de que era para nosotras. Buenos caldos y filetes les preparábamos y esa tarde, ya se habían ido a descansar y las ollas se enfriaban con el fresco de la tarde sobre el comedor de las mujeres. Yo insistí muchas veces y a regañadientes la Golfa acepto y entramos.

Comimos puré de papa, sopa de coditos y unos bisteces encebollados, nos comimos incluso la capa de nata de la leche que les entregaba el vaquero del predio vecino. Un festín; en eso escuchamos pasos, la hermana Rocío se aproximaba y nos sorprendió saliendo de la cocina corriendo.

- ¡Son unas mantenidas, nadie de su familia da para que coman putas malagradecidas!

- ¡Deberían matarlas a palos perras desgraciadas, se pudrirán en lo mas hondo del infierno con Satanás, pecadoras, zorras, prostitutas, mal nacidas bastardas!

- ¡Tú Golfa, lárgate y jamás ocuparas ninguna tarea de confianza, te echaremos de aquí para que robes y te metan a la cárcel hija del demonio!

- ¡Y tu Dana, te iras a la jaula de castigo, allí te quedaras tres días para que te repose la comida y en las noches, sientas la presencia del mismo Lucifer!

Y me llevaron a una torrecita construida de tabiques que mediante una escalera que la rodeaba, alcanzaba los cuatro metros de altura. Fue esa noche cuando ocurrió mi primera menstruación.

Estaba doblada dentro de la celda, encorvada puesto que no había mas espacio, la noche con la clásica niebla de la región me alcanzo y las luces públicas se apagaron. Solo la niebla gris me daba cierta noción de lo que sucedía afuera, con movimientos raros y sensaciones escalofriantes. Mi uniforme humedeció y una línea liquida tibia recorrió mi pierna en medio del frío, era sangre. Llore mucho, asustada, aterrada, gritaba y nadie salio. La lluvia arrecio y ceso poco antes del amanecer, cuando ya todas salían a los baños.

Inés fue a verme en cuanto pudo y me llevo comida, un pan duro y un pedazo de carne que se había robado la tarde anterior del comedor de las monjas. Le conté todo entre sollozos y tiernamente, con una expresión que nadie le conocía, me dijo que era yo una mujer, me dio una toalla de tela limpia por la tarde y antes de dormir me hizo compañía. Pase tres noches allí encerrada, con las piernas ensangrentadas, sin bañarme y sin más comida que la que me daba Inés.

- ¡TODAS USTEDES SON UNAS PECADORAS, POR ESO ESTAN AQUÍ!

Cada domingo, la misa recibía gente del pueblo y a nosotras se nos encerraba en labores matutinas, por la tarde, con la capilla despejada, se nos instruía el catecismo y las amenazas que Dios les había confiado, para que no perdiéramos el camino. Una proyección en una pantalla vieja nos mostraba imágenes de guerras, de asesinatos, de un lugar en llamas y gente con aspecto de muerto. Se nos gritaba que ese era el infierno y que estábamos condenadas a llegar allí, si no nos volvíamos a nuestro padre en cuerpo y alma. Las imágenes eran impactantes y dolorosas, además de rutinarias, cada domingo era la misma tortura que resulto en distracción aburrida.

El convento era un internado, hijas de nadie o hijas de familia llegaban por igual, locas, enfermas, delincuentes menores de edad, eran enviadas a redimirse al convento.

Yo llegue allí porque mama me vio bajar de un auto, del auto del novio de una amiga. Al igual que las monjas, me grito que era yo una puta. Me encerró muchísimo tiempo, lo suficiente para que ella muriese.

Yo tenía catorce cuando recibí la noticia de su muerte, sorpresivamente, solo pedí estar sola en la capilla y me quede pensativa toda la tarde. No tenia opción de salida, no tenía a nadie más, ni un tío, tía, alguien que me reclamara y me rescatara de ese horrendo lugar. Escupí un cristo negro de barro en la cara. No volví a la capilla por mi propia voluntad jamás.

Inés me propuso cierta mañana un plan estupendo. Un domingo, durante la recolección de limosnas, lo cual empleaba a todas las monjitas, dejaríamos nuestras actividades, saltaríamos la barda y escaparíamos rumbo al campo, no a la carretera ni al pueblo, al monte, donde nadie nos encontrara, ya habría tiempo de acomodarnos fuera del convento.

Nadie supo nuestros planes, no llevaríamos nada a excepción de la foto de la madre de Inés, quien aun vivía y nunca la visitaba. Yo me llevaría unos panes que robaría de la cocina.

Felicidad de sábado por la noche, no más cárcel, no más monjas, libertad.

El domingo inicio conforme a lo planeado, misa en la capilla, monjas ocupadas, cocina libre y los panes en mi manta, listos y envueltos. Inés dio la señal y partimos hacia la pared trasera.

Por las enredaderas de chayote, subimos y escalando la barda nos fuimos despidiendo del pasado, celosas, enojadas y algunas alegres, las cuarenta compañeras restantes nos vieron marchar por los ventanales de los lavaderos, la cocina y La Galera; corrimos una vez afuera y reímos sin parar, con lagrimas, con llanto, con plenitud.

Paso toda la mañana y la tarde, caminamos a paso firme pero sin rumbo, sin idea y yo estaba bastante cansada.

- Descansemos un poco Inés

- No, hay que seguir, hay que encontrar algún sitio para quedarnos.

Inés siguió caminado y la niebla de la sierra veracruzana empezó a apoderarse de los árboles, del pasto, de todo. En menos de media hora, ya no se veía absolutamente nada, Inés se empezó a alejar.

Nunca supe si se alejo accidental o intencionalmente.

Grite por mucho tiempo, asustada, en medio de la sierra, con pasto y piquetes de mosco en todo el cuerpo, exhausta.

Me senté y mi llanto no podría describirse aquí, gritaba por ayuda y por Inés, ella nunca devolvió mi reclamo.

Tome la foto que llevaba yo de su mama, llorando por la mía, por mi vida y por el abandonó, la deje sobre una piedra que yacía bajo un árbol. La puse allí y le deje un pan, por si lo ocupaba en su aventura.

Regrese y pase un mes en la celda.

Un moño negro en la puerta de la capilla, algunos días después de mi intento de fuga fue explicado por mi memoria años después. Yo aun disfruto de regresar al árbol y pensar que Inés puede estar por allí y que ahora yo podré ayudarla. Una mujer con un cuadro se aproxima.

Y ASI LO "CREE" EL ATEO®...