Chingue a su madre el que se ofenda.

20 marzo 2006

CUENTO CORTO -- 29VA TRILOGIA -- TODO POR LAS TARDES

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Una tarde de Octubre, por allí de los primeros veintes, vivía yo la euforia del fumador primerizo, unos días antes, había aprendido. Recuerdo bien la escena. Yo ante unas recién conocidas jovencitas afuera de la preparatoria, pretendían cruzar un arroyo formado por las constantes lluvias y la mala planeacion fluvial. Yo manejaba entonces una camioneta roja, de cinco pasajeros, las chicas mojándose y sin atinar a brincar y mojarse sus zapatillas negras y yo, deseando no viajar solo, por lo menos una vez en la vida.

Nervioso y sin mucha confianza en mi mismo, decidido a arrancar al primer indicio de desprecio o desconfianza por parte de las colegialas, me detuve frente a ellas y les ofrecí cruzarlas al otro lado del arroyo. Aceptaron gustosamente, lo cual me sorprendió, porque siempre tuve la idea de que mi apariencia era desagradable, sospechosa y que mi simpatía había carecido de “unos buenos tiempos”, subieron al auto y las cruce.

En medio del griterío, voces y aullidos de excitación, esa excitación de preparatorianos, al hablar de música o novios, la cual me falto por estar metido en la biblioteca leyendo a Proust, Pushkin, Kant y Nietztsche. Recordé los tiempos aquellos y les ofrecí llevarlas a su casa, confortables con el hecho de vivir muy cerca de la otra, aceptaron.

Al pasar unas cuadras me pregunto una de ellas si era posible fumar en mi auto. Acepte y así cedí en cada una de las cosas que me preguntaban, hasta que me hicieron fumar, en medio de alboroto y la estimulación que conlleva el ser el centro de atención, algo totalmente nuevo para mi. Fumé Marlboro rojos y ya no puedo dejarlos.

Decía yo que vivía la euforia del fumador primerizo, cosa que imagino y declaro sin ningún sentido de opinión estadística, puesto que esa tarde, como muchas otras, me encontraba solo acostado en mi sofá milenario. Fumando pues, entre nubes de humo arcaico, olores de humedad que peligrosamente se materializaba en las paredes color crema de mi habitación, debía elegir, decisión importante en mi vida: Como regresar al hogar materno, una vez que habiendo probado suerte, había fracasado en mi matrimonio.

Dudoso acepte casarme, casi predispuesto a la destrucción inminente, ahora, fracasado ya no me atrae este lugar. Pero después de mucho dilucidar me permití prohibirme regresar al hogar materno, algo surgiría, algún empleo me cambiaria la vida, conocería una chica y me compraría un perro. El perro me amaría y yo amaría a la mujer, la historia se repetiría y terminaría por dejarla por la noche. Una noche de pleito, de groserías, golpes y ofensas imperdonables, ya lo veo venir.

Armado con algunos pesos, recorrí las veterinarias del centro comercial de la ciudad, justo allí, encontré algunos canes que encerrados en una jaula, instintivamente, me parecían graciosos y deseosos de un hogar. Uno de ellos me agrado sobremanera y pregunte por el precio.

Con un manojo de groserías en la lengua salí del centro comercial y me dirigí al mercado municipal.

Los olores siempre son los mismos, entre pollos frescos, vacas colgantes, flores para muertos o esposas (lo mismo son para mi), especias y el olor de los zapatos, que ya no son de piel de León, sino de sintéticos de Taipei; andando entre esos olores, quitándome a las lectoras de café y tarot de encima, entre imágenes del corazón de Jesús y estatuas de Buda, lo mire: Un perrito café, gordito. Al acercarme, el perrito enloqueció como era de esperarse, apenas un bebe, de cuatro semanas de nacido y a veinte pesos.

Alegre, me lo lleve a casa. Le compre diez kilos de alimento para perros, suficientes para no preocuparme por el. A mi parecer comencé con mi propio hogar. La terraza era pequeña, pero lo suficientemente amplia para que el perro estuviera contento y cómodo. Con vista a la calle, el perrito se moría de ganas por corretear motocicletas y jugar con los niños que entre regaños iban al Zinder siendo remolcados por las grúas humanas a las que llamaban papas.

Esos días de reconocimiento mutuo fueron hermosos, el perrito al que nombre Yiu era encantador, me amaba, su aliento a bebe de perro me hacia reír, sus besos al irme y al regresar de la calle eran reconfortantes. A pesar de que no he amado a nadie fuera de mi, el perro me inspiro amor. Lo amaba, pensaba en el y me ocupaba de sus alimentos. Algún día le compre unos huesos de juguete y una correa. Los paseos eran fenomenales, con el parque a dos casas de la mía, las tardes no perdían brillo, me acostumbre a sacarlo de paseo, a jugar con el y regresar a casa lleno de pasto pero feliz.

Empecé a salir con una mujer llamada Viridiana. Viri, como estupidamente comencé a nombrarla, me fue robando, además de dinero, mí tiempo con Yiu.

Viri y yo solíamos salir muy seguido, al cine, a discotecas y a tugurios de mala reputación. Me sumergió en una espiral sin salida, tanto sentimental, como adictiva. Un buen día, ella me cito en su casa y la espere allí por tres horas. Al regresar a mi casa, encontré solo un periódico sobre una silla, ahh, y una nota: “Con gusto en conocerte”. Yiu estaba tirado durmiendo.

Mi encierro se fue prolongando mucho mas, justo después de aquel incidente en casa de Zahorí, mi amigo japonés, el único que invariablemente me llamaba una vez a la semana y me recibía en su casa, comíamos juntos y su madre nos atendía como iguales, a mi como otro hijo. Los japoneses, delgados por genética, montaron toda su cólera sexual en la madre, quien de cuarenta años, barría la cocina mientras Zahorí estaba en el baño. Sus caderas se movían y al agacharse, iluminados por la translucida vista, alcance a ver sus pezones; ella levanto la cabeza y noto mi mirada. Cabe agregar que Zahori no me ha llamado desde entonces cuando después de una seca despedida, me hizo notar el futuro de la amistad. Ahh japoneses…

Poco a poco mi dinero se fue terminando y el trabajo disminuía, ¿que hacer cuando un apático social no encuentra trabajo, cuando se ha estudiado una carrera inútil y cuando las ganas de vivir solo le permiten acariciar a su perro de vez en cuando?

Las cosas suelen ser grises, deprimentes cuando al limite de mis fuerzas, recibo una carta con la aceptación de mi proyecto sobre el cultivo de setas en zonas desérticas, mediante inmersión acuática. Dinero por adelantado, para que el gran biólogo Jassir Imeh, pueda viajar a la ciudad de medico a reunirse con algunos otros colegas. Las cosas suelen ser grises cuando, el descuido, la pobreza y la falta de ánimo, han dejado sin respiración a Yiu. Me recuesto después de tomar su pulso, cierro los ojos y rompo las cartas. Incluso el cheque. Duermo en espera de que algo peor suceda.

Y ASI LO "CREE" EL ATEO®...

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