Sumido en una tristeza crónica, que ya empieza a ser parte de mi vida cotidiana, abordo el transporte publico mal oliente y repleto de señores sin ningún sentido de la palabra limpieza. Sus axilas al natural, con ese olor carente de aditivo artificial, llámese desodorante y gotas de limón, me recuerdan a las damas que en aquel salón, cuando yo contaba 4 años, bailaban un danzon y yo esperaba mi turno para reproducir la danza y ser aplaudido por mis padres. Aquel salón ubicado en algún pueblo serrano en Puebla, olía a axila, sin distinción femenina o masculina. Existen momentos y sitios, donde el sudor, la sangre y el excremento no poseen genero.
La tristeza crónica que me invade es un cúmulo de sentimientos encontrados en una misma raíz, la incapacidad de poder tomar decisiones acertadas, tanto para mí como para quien me rodea. La ambición toca las puertas de todos los corazones.
Durante mis años de juventud el sueño general, al menos para mis camaradas y yo, era el de emigrar; conocer ciudades, estados, la capital, el norte de México; todo residía en la oportunidad de buscar fuera del rancho el amor, dinero, la felicidad.
Emprendimos EL viaje al absurdo, la sustitución de matices y de intensidades termino por aterrorizarme y por devolverme violentamente a mi realidad.
La vida citadina es muy cruel, demasiado cruel para gente sin un nivel competitivo destacado. Me refiero con competitivo, no solo a la preparación académica, la presencia física, la capacitación documentada, la curricula…en la ciudad, hace falta más que eso; yo nunca lo poseí.
No he podido dejar de bajar la cabeza cuando se me habla. No he podido dejar de reír como idiota cuando me dicen algún halago a mi trabajo. No he sabido administrar mi dinero.
Los sufrimientos que proporcionan la soledad, pueden fortalecer o destruir. Y la destrucción no consiste en una muerte certera, sin rodeos; mas sin embargo, consiste en el ocaso del espíritu, del ánimo. He allí la aparición de mi tristeza crónica.
Cargar cajas en el mercado y ver pasar tipos en autos carisimos, de esos que nunca tendré duele. Ver mujeres que además de exquisitas, son poseedoras de una personalidad impactante; las cuales jamás podrán ser mías, ni siquiera para una plática casual…duele. Y no soy un cargador de cajas en un mercado local.
Mi familia me rechazo durante mucho tiempo por perseguir la idea de ir a la frontera, no comprendían porque yo necesitaba otras cosas, obviamente diferentes a las suyas.
Uno no experimenta ni aprende por consejos. Odio los consejos, porque al final de la jornada, te demuestran lo idiota que haz sido y te recuerdan al inicio de la siguiente, lo idiota que serás.
Observar familias felices me afecta muchísimo, me demuestra mi propia incapacidad; mas sin embargo además de saber que poseo alguna, en algún lugar, me demuestra de nuevo, lo torpe que soy al tomar decisiones.
Mi abuelo y mis tíos, primos y amigos me despidieron en la central de autobuses, el paso obligado en el istmo de Tehuantepec. Mucha gente lloro por mí.
Ya no escribo cartas, ya los he ocultado en cajitas de recuerdos desechables, por mi propio bien. Mi madre si acaso recibe alguna tarjeta el 10 de mayo. He preferido olvidarme del teléfono de la vecina, la cual me encomendó no dejara a mi mama sin noticias mías.
La ciudad suele ser terrible. Más aun cuando las noches se pasan tapado con una cobija y el refrigerador vacío.
La renta, la luz, el agua, la comida, comprar muebles, el transporte, la fábrica, la vendimia, las grandes multitudes, la contaminación, los celulares, la comida en lata, la tarjeta checadora, la policía en la vecindad, la señora dueña del cuarto, los inodoros sucios, los viernes de borrachera, el tinner barato, el trafico, la cruda, los ricos que no te voltean a ver, el trabajo mal pagado, los jueves de lucha libre, los atardeceres del pacifico…
Cuando las putas y el alcohol se entremezclan en los huesos, la soledad alcanza su cenit. Lastima que no exista un soundtrack de vida, la ridiculez de un hombre pagando por sexo alcanza matices sorprendentemente depresivos y chistosos.
La decisión de regresar al pueblo fue difícil, la vida en la frontera atrae, por su inherente complejidad seduce al pueblerino, es como ir a Las Vegas y no jugar en las maquinas tragamonedas; decidí regresar porque la felicidad no estaba en ese idilio llamado Nuevo Laredo. El regreso a lo conocido, al hogar, siempre es prometedor y logra resolver la problemática existencial de cualquiera…por lo menos durante algunos dias, eso sucedió.
Regrese y la vida no cambio. Pescar, secar la pesca y semiprocesarla para venderla en lo que me gastaba en una peda es deprimente también. Me busque una mujer que me diera de comer y que criara a las mascotas que después tendria yo por hijos.
A mi mujer la agarre caderota y pendeja, como todas las viejas de este pueblito costero, no hay alguna, que desee otra cosa diferente a encontrarse un hombre muy machito. Ese soy yo por supuesto.
La soledad se dilata y escabulle al son de las novelas de televisa por las noches y la vieja comentando los chismes de la colonia. Creo que mis antiguos ideales de felicidad son inoperantes o simplemente, los compre de alguien mas; alguien con los huevos suficientes como para lograr sus objetivos. O simplemente se los compre a alguien, avergonzado de su sentir, que en el momento de departir, presume ante los desconocidos, para enaltecer su ego. Yo hago lo mismo cuando me sigo tomando mi aguardiente a las orillas del mar, junto a los camaradas, donde alegremente justificamos nuestro fracaso berreando: “La vida en el mar, es siempre resabrosa…”
Y ASI LO "CREE" EL ATEO®...
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