Chingue a su madre el que se ofenda.

18 abril 2006

7MA NOVELA CORTA -- DENSIDAD

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Hace ya algunos años, caminaba yo por las calles centrales de la ciudad. Todo lucia en “orden”, con sus autos en doble fila, las eternas obras de alcantarillado y re-encarpetado y por supuesto, de vez en cuando, los carteristas corriendo con un botín que atesoraban con sus manos, como garras de ave carroñera.

Yo por ese entonces, no podía conseguir trabajo, intentaba por todos los medios, entre entrevistas en manufactureras o puestos de ventas. Siempre recibía una mirada de examen similar a una afrenta y repentinamente, se me despedía “amablemente” haciendo alusión a que estaba yo sobre calificado. A los cuarenta y cinco uno suele estar sobre pesado, sobre estresado, sobre endeudado y por supuesto, sobre-calificado.

No había trabajo y mi rutina solía ser la misma, salir con resaca buscando algún trabajillo, como plomero, cargador en el mercado municipal o lo que fuese, sin éxito las mayoría de las veces, vestía un roído pants y me iba al cerro alrededor del cual muchas ciudades basaban su construcción; correr, mas y mas hasta que el cansancio me mandaba a mi departamento, listo para irme a tomar sin remordimientos y sin dolores de hígado.

Una tarde, estaba yo estirando músculos y tendones, para iniciar mi rutina, cuando dos chicos de unos catorce años llamaron mi atención, armados con un palo de golf golpeaban un árbol de apenas unos dos metros. Su tronco lucia tierno, verde, aun en desarrollo, era como ver morir a un chico de, precisamente catorce años. Disimule mientras los espiaba y finalmente, enloquecido, el más delgado, derribo el árbol y triunfal, echo a correr gritándole al otro muchacho. Vi caer el arbolito y empecé a trotar. Mas tarde, una mujer me detuvo, me dijo que si había visto lo sucedido, confundido, asentí, ella me dijo que por que no había dicho algo al par de mocosos; sonreí condescendientemente y le dije, ¿porque no lo hizo usted? Me fui apretando el paso.

Había ocasiones en que no iba a correr y simplemente me iba más temprano a conseguir cervezas, cuando el dinero no era suficiente como para emprender una visita a los bares de siempre, simplemente acudía al depósito de cerveza Superior que se ubicaba a la vuelta de la esquina. Una mujer vendía tamales fuera y curiosamente confiaba tanto en Dios, que prefería leer el Atalaya que ofrecer la mercancía. Tengo la firme sospecha que sus tamales no eran frescos, sino re-calentados, re-hervidos, recios, como verduras viejas. Esa mujer no me hablaba desde el día en que me ofreció su revista y tras amablemente negarme a recibirla, después de una insistencia con persecución por más de cuatro metros, la tome e inmediatamente la tire al contenedor de basura, frente a ella. Sus tamales de cartón y sus revistas no me llamaron nunca la atención.

Junte algún dinero y me compre un carrito de plátanos y camotes fritos. No sabia ni como usarlo, así que me dedique a practicar un par de días y finalmente, me supieron lo suficientemente dulces como para que alguien los comiera. Salía con el a las tres de la tarde y recorría las colonias mas pobres alrededor de mi departamento, debajo del manubrio, escondía una pequeña ánfora de Viva Villa, que por once pesos, me daba mucha diversión mientras trabajaba en mi negocio propio. El trabajo iba muy mal, ya que ebrio, vituperaba a las madres de los hijos hambrientos de golosinas que pedían su camote con leche, alguna vez, lo recuerdo bien, le grite a una mujer, que le daba todos los camotes a su hijo, a cambio de que ella recibiera el mío…y con bastante leche.

Vendí por menos de la mitad el dichoso carrito y seguí buscando trabajo, hasta que conseguí algo grandioso: Un trabajo cuidando ancianos a domicilio.

Iba muy bien, solo era cuidar que no se cayeran de la cama, que no se ahogaran con sus babas, llevarles al baño y limpiarles el culo. En algunas ocasiones, tenían sirvientas que por las mañanas llegaban a hacer desayuno. Desayuno gratis y buen dinero.

Pero la edad me reprocho cosas, me cobro y a la mala. Bueno, tal vez pudo ser peor.

Yo nunca había sido hombre de achaques, de vez en cuando alguna gripe, pero hasta allí. A pesar de mi afición al alcohol desde la secundaria, sorprendentemente mis dolores al hígado siempre se solucionaban con una caminata o un par de kilómetros a trote lento. Solo eso, sin problemas. Pero esta vez, Ambrosio, un anciano nacido en Zacatecas a quien cuidaba por las tardes, fue quien llamo a la ambulancia y termino por cuidarme mientras la benemérita Cruz Roja llegaba.

Me internaron y me desintoxicaron.

Con un manojo de recomendaciones, Ambrosio me llevo a mi casa junto a su hija, una bellísima españolita, desde luego, perdí mi empleo.

Hoy día, mi historia no es muy diferente, acudo al INSEN, donde tomo clases de aeróbicos y de tejido. Mis compañeras son muy parlanchinas y yo aprovecho de vez en cuando para platicar con alguna. Por las tardes me invitan a tomar te y después de la amistosa charla, me voy a casa. Duermo poco, siempre pensando sobre lo convencional que siempre rechace y que ahora, por momentos, añoro.

Acostado en la cama me pregunto que me espera; la muerte, el infierno, el cielo. Dudo mucho que algo sea cierto.

Los días siguen pasando y yo cada vez mas viejo. Los doctores de los que me he hecho amigo en el INSEN me examinan gratis, les ofrezco buena plática, recuerdos sobre situaciones que a ellos los ponen en un plano de nostalgia. Me han checado por dos años y mi vida seguirá igual, tomando leche, evitando el alcohol, procurando verduras, evitando grasas. Yo mientras escucho, veo a sus nietos correr por las grandes residencias que han logrado, a base de mentiras, trampas y por supuesto, trabajo.

Sigo pensando, acostado en la cama, mientras miro un poster de los Rolling Stones, cuando eran jóvenes. Me levanto, acudo al espejo y me da un vistazo de mi realidad. Decido entonces vender mi casa.

Vender casas o libros casa por casa, nunca fue lo mío. Una empresa me ayuda a venderla y rápidamente mi departamento se convierte en la guarida de un muchacho hijo de senadores. Mis cosas las dejo en el basurero de la esquina y me encamino a la central de autobuses.

Mi autobús sale en dirección al norte, siempre quise conocer el norte. Sentado observo como cambia el país de matices, de colores; veo el fólder de mi cuenta en Banamex, donde tengo ahorrados los doscientos cincuenta mil pesos que me dieron por mi departamento. Como unas deliciosas Morsas Marínela y tomo una Manzana Lift de un litro, el alcohol podrá esperar.

Me bajo en una Terminal que no es mi destino, pero que ofrece un pueblito tranquilo, a medio Sinaloa. Camino por la calle central y entro en los negocios del lugar. Me agrada. Dejo pasar el autobús y a lo lejos le digo adiós con la mano a mi compañera de asiento, una adolescente que había robado a su propia familia, huyendo, se dirigía a Tijuana. Me manda un beso y los deseos de cogermela se diseminan en un sentimiento casi paternal.

Entre en una pensión y pague los ochocientos pesos de la renta. Vida de ricos pensé.

La cama con algunos resortes amenazantes olía aceptablemente. Y es que con la vejez, a mi se me agudizo el sentido del olfato. Cualquier olor ajeno me causa nauseas. El olor a jabón me tranquilizaba. Mis locuras.

Disponía todo ceremonialmente, escribí una carta algo extensa, a mis padres (muertos desde hace décadas), a mi mujer (con quien solo pude salir un par de ocasiones, una de ellas al estreno de King Kong, la primera versión) y a las autoridades. Una carta de suicidio muy sentimental, pero suficientemente aclaratoria a mi ver.

No quería nada violento, así que fui por una jeringa y un bote de veneno para ratas. Pensé que seria “original”, inyectarme la sustancia y morir así, con una muerte “original”. Fantaseaba sobre la gente, que leería el periódico del pueblo y diría: “Vaya, este tipo si que fue original”…

Prepare la jeringa; recordé a Ambrosio y sus inyecciones a causa de la diabetes. Listo. La jeringa estaba lista.

La yugular, perfecto. Antes de pinchar, quise probarla, apreté con el pulgar y el liquido no salio, era muy espeso, densidad.

Pensando en rebajar el liquido y si no perdería atributos, tal vez licuarlo o algo, demonios, tocaron la puerta.

Una mujer de unos cincuenta años, ojos color miel y una sonrisa tiernamente cautivadora se asomaron.

- Hola, disculpe…vi que es usted nuevo en la pensión y pues, los sinaloenses somos muy buenos anfitriones, ¿no quiere salir a platicar con nosotros?, mi hermana y yo vivimos en el departamento de al lado.

La jeringa descansaba en el lavabo del baño y sinceramente a mi me atacaba un hambre atroz aunado con los nervios de mi actividad intima.

- Vera, estoy un tanto ocupado…

- No sea así, que nos vamos a sentir, venga, ande, le prepararemos un platillo con camarones…

Acepte, bajamos las escaleras y me presento a su hermana. Una joven de unos veinticinco años, con síndrome de Down.

Mas tarde, vimos el atardecer platicando sobre la pesca y la fruta de temporada.

Por la noche, tire el veneno por el baño y me deshice de la jeringa. Dormí con una rara sonrisa.

Y ASI LO "CREE" EL ATEO®...

4 comentarios:

Alma dijo...

Me gustó la rola... y la historia, como siempre muy a tú estilo.

Mariana dijo...

Extrañas sensaciones, despues de un ritual de concheros y uno catolico, nada como leerte... veraz que son solo desvarios sin mayor importancia. Mira que el higado no es el unico afectado, tambien los riñones sufren.

XD

Jj dijo...

cuando uno tiene sobre-peso con sobre-inercia, cualquier insinúo de elevación es sinónimo de estratósfera.

Espero que tu personaje haya despertado.

Anónimo dijo...

Interesante. Crudo. Bastante contemporáneo. Así como tu personaje decidió seguir vivo, te recomiendo que sigas escribiendo... el oficio y la dedicación te harán cada vez mejor.