Chingue a su madre el que se ofenda.

23 enero 2006

CUENTO CORTO -- 26VA TRILOGIA -- SUPLEX

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Levantándose temprano, Iky se anima pronto a mudarse de ropa, su padre lo espera ya con el desayuno y antes de irse a su trabajo, supervisa que el pequeño tome todos sus alimentos.

El viaje a bordo del asno familiar es corto, Iky baja sus libros que superan en numero a los juguetes, se despide ya acostumbrado a esta rutina, de su padre, quien saludándolo se aleja y pierde en el horizonte de las colinas pastosas…Iky respira hondo y entra a su segunda casa.

El abuelo lo espera despierto, a pesar de saber que el niño desayuna en casa, le obliga mediante chantajes sentimentales para que coma. El plato repleto de espárragos malolientes y mal cocinados son ingeridos estoicamente con el pequeño, que ha sabido sobrellevar las excentricidades familiares.

Los días pasan bajo la enseñanza sobre el cuerpo humano, un poco de astronomía, geografía y en algunas ocasiones, historia, matemáticas y redacción.

Por las noches subir a la azotea y mirar el cielo es el pasatiempo favorito del chico. Imagina unicornios, ninfas y duendes aparecer dibujando paisajes que incluyen una casa, un río y un árbol. La inevitable imagen de su madre aparece en sus visiones.

Tarde ya, baja a su alcoba, se acurruca y duerme; su padre debe estar viajando ya uniéndose a la tropa del Zar Ilich, la tropa tarda algunos meses en recorrer la frontera con Mongolia y regresar Kretin.

Los relámpagos pronto lo acompañan en su dormitar, vacilando entre la inconciencia propia del sueño y la lucidez del recuerdo. Mama no termina de irse, no terminara de irse nunca.

Su madre murió hace poco, una enfermedad extraña. Sangraba de las piernas, lo llevo su padre a ver las estrellas arriba de la choza del abuelo, mientras mama moría, el le contaba sobre las constelaciones. La Osa mayor le impacto mientras lloraba en silencio.

Iky siempre fue un niño fuerte, valiente y maduro. Pero hay asuntos que son demasiado, simplemente demasiado.

Durante el viaje de Papa, el abuelo enfermo, era ya una receta conocida los cuidados, desde hacer la comida, hasta cambiarlo y ayudar a bañarlo. La espera resultaba eterna para el muchacho.

Una noche, después de ver dormido al abuelo, subió a la azotea, en busca de la esperanza que le daba el pensar en Mama, de ver el árbol, el río y la casa; el trance resultaba tranquilizador. Esa noche, soñó que un rayo caía sobre el árbol. Esa noche también, el abuelo murió.

El chico decidió mudarse al potrero, donde el caballo viejo le hacia compañía y el ambiente le hacia olvidar la descomposición del abuelo…

La soledad, la tristeza, el frío y el viento suelen comerse a la gente; Iky aguanto jugando con mariposas, atrapando lagartijas y dibujando los movimientos de las estrellas en su pequeño cuaderno desde una perspectiva fija. Aprendió a lavar su ropa en el momento indicado y decidió el camino de la disciplina en el comer. Los huertos de la colina no lo desampararon.

Padre tardó en llegar, pero llego. Una tarde nublada, busco a Iky en la casa, cargando víveres sobre el asno, que fue hospedado y utilizado por amigos de la ciudad, El mal olor desapareció y algunos huesos en la cama le indicaban quien murió. Iky lo vio llegar y tranquilamente bajo a su encuentro, la efusividad era controlada ya, por una madurez inconmensurable.

El abrazo llego, las lagrimas de ambos cayeron y papa prometió llevárselo lejos, muy lejos.

La vida en la ciudad lucia esperanzadora, de allí partían las tropas, estaba el puerto y por fin podría conocer una escuela. A sus 9 años, Iky ya manejaba más herramientas que el resto de su generación.

La casa lucia organizada, había varios trofeos pertenecientes a papa y una mujer que lo recibió muy feliz; Iky acepto conversar con ella y entendió bien que la intención era suplir a su mama.

Comió y por la noche, disfruto de la noche en familia; la mujer era buena, lo quería, abrazaba y consentía, aun cuando padre no estaba en la sala.

Por la noche Iky salio por el balcón, con un par de monedas de oro que robo de su padre. Camino hasta que encontró una carreta en marcha, se subió y ante el ruido nadie lo advirtió. Se fue. Conciente de que la felicidad relativa le esperaba, que el alivio a los momentos agrios de la vida han llegado, su tristeza lo alejo de la idea de felicidad que tanto le había atormentado.

Con una nueva lluvia, atormentado por el rechinar de la carreta, ya no llora, solo respira y asoma el cabeza, contento de dejar atrás el pasado y sin saber aun, que el pasado lo perseguirá por toda la vida.

Lleno de alegría, invierte sus ánimos en una nueva alucinación: Quiere llegar a la tierra de Isis, quien le otorgara el alivio a la antigua usanza, alivio del que su madre, le había prevenido antes de morir.

Una sonrisa tranquila se dibuja en su rostro, mientras se besa el antebrazo y se imagina la histeria de su padre al no encontrarlo. Su felicidad culmina al envenenar los espárragos que evito comer aquella tarde.

Y ASI LO "CREE" EL ATEO®...

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